viernes, 4 de marzo de 2011

Ilustrando el tema de la lectura (y para desearos un feliz fin de semana)...

martes, 1 de marzo de 2011

La modalidad argumentativa (en un texto periodístico: columna de opinión)

Cada día es más difícil evitar que te regalen un móvil. Ayer me salió uno dentro de una chapata integral. Al principio creí que se trataba de un bicho y fui a denunciarlo, pero me explicaron que era una campaña. No puedes viajar en avión, cambiar de coche ni comprar una enciclopedia sin que te encasqueten una de esas cucarachas digitales. Cuando te levantas a medianoche, el suelo del salón está lleno de móviles que merodean entre las copas sucias y los ceniceros llenos de colillas en busca de desechos verbales. Hay más móviles que conversaciones telefónicas, así que se alimentan de cualquier detritus capaz de evocar una forma dialogada.
            Y si después de comer te quedas dormido en el sofá, el móvil abandona el bolsillo, trepa hasta la oreja y vaga por sus bordes como un escarabajo alrededor del cubo de la basura. A lo mejor, incluso te obliga, sin que tú lo sepas, a hablar con alguien que tienes dentro de la cabeza. Porque estos trastos, más que para comunicarse con personas reales, sirven para entablar contacto con las obsesiones. Desde ellos te comunicas con el lado fantasmal de tu jefe, de tu mujer, de tu madre, de tus amigos o enemigos.
            Ahora no puedes salir de casa sin que te regalen uno, así que tarde o temprano caerás en la tentación de llevártelo al oído. En ese instante percibirás la calidad de abdomen que tiene su teclado y sabrás, como una maldición, que has incorporado a tu vida un parásito que se pega al pabellón auricular con la eficacia de una sanguijuela al muslo. A lo mejor, en un arrebato de asco, eres capaz de arrancártelo, aunque duela, y de arrojarlo al suelo para acabar con él de un pisotón. Lo malo es que suena como las cucarachas y te deja el zapato perdido de esa sustancia blanquecina que segregan las conversaciones espectrales. Ten cuidado.

Juan José Millás, «¡Cuidado!», El país

La modalidad argumentativa (en un ensayo) II


Como toda enumeración de derechos que se precie, la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo —en este caso el derecho a no leer—, sin el cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa perversa.
            Para comenzar, la mayor parte de los lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al primero con mucha mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además, no leemos continuamente. Nuestros periodos de lectura se alternan muchas veces con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los miasmas de la indigestión.
            Pero lo más importante es otra cosa.
            Estamos rodeados de personas totalmente respetables, a veces tituladas, e incluso «eminentes» —algunas de las cuales poseen bibliotecas muy interesantes—, pero que no leen jamás, o tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Ya sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer aparte de leer […], sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por ello son menos tratables, e incluso son de un trato agradable […] Son tan humanas como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, preocupadas por los derechos del Hombre y entregadas a respetarlos en su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy libres de no hacerlo […]
            En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciarlos en la Literatura, en darles los medios para juzgar libremente si sienten o no la necesidad de los libros. Porque si bien se puede admitir perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea —o se crea— rechazado por ella.
            Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los libros…, incluso de aquellos de los que se puede prescindir.

Daniel Pennac, Como una novela, Barcelona, Anagrama, 2006

La modalidad argumentativa (en un ensayo) I

Chesterton dijo hace muchos años que el humor sería la religión del futuro y todo hace pensar que el futuro ha llegado. Lipovetsky ha indicado que la sociedad actual está empapada por el humor fun, que no tiene ni la zafiedad del realismo grotesco de la Edad Media, ni la agresividad de la sátira clásica. Una consigna tácita nos ordena no tomar nada en serio, ni siquiera a nosotros mismos […]. El humor, como señaló Freud, nos pone a salvo de lo terrible y bajo su influjo refrigerador los afectos rebajan su temperatura. Nos impone un empequeñecimiento cordial, que incluye tanto la depreciación ajena como la propia, que aceptamos con gusto, porque los grandes valores se han convertido en amenazas. Hemos descubierto las ventajas de la anestesia afectiva, todos somos divertidos, la publicidad adopta un tono humorístico, las costumbres son desenfadadas, las modas ingeniosas. Nada se libra de la atracción de la levedad, que hace que la pedagogía se sueñe a sí misma como actividad lúdica y que los libros científicos traten de suavizar su aridez con un humor bien dosificado.

José Antonio Marina, Elogio y refutación del ingenio, Barcelona, Anagrama, 1993

La modalidad argumentativa (en un ensayo)


No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que llevan dentro, y esa expresión sólo se cumple por medio del lenguaje […] Hablar es comprender y comprenderse, es construirse a sí mismo y construir el mundo. A medida que se desenvuelve este razonamiento y se advierte esa fuerza extraordinaria del lenguaje en modelar nuestra misma persona, en formarnos, se aprecia la enorme responsabilidad de la sociedad humana que deja al individuo en estado de incultura lingüística. En realidad, el hombre que no conoce su lengua vive pobremente, vive a medias, aun menos. ¿No nos causa pena, a veces, oír hablar a alguien que pugna, en vano, por dar con las palabras, que al querer explicarse, es decir, expresarse, vivirse, ante nosotros, avanza a trompicones, dándose golpazos, de impropiedad en impropiedad, y sólo entrega al final una deforme semejanza de lo que hubiese querido decirnos? Esa persona sufre como una rebaja de su dignidad humana […] Nos duele en lo humano; porque ese hombre denota con sus tanteos […] que no llega a ser completamente, que no sabremos nosotros encontrarlo. Hay muchos, muchísimos inválidos del habla, hay muchos cojos, mancos, tullidos de la expresión.

Pedro Salinas, Defensa del lenguaje, Amigos de la Real Academia, 1991